Opinión: los límites jurídicos del poder punitivo frente al fenómeno político-popular
Por Daniel Kiper
I. Introducción
En una resolución judicial reciente, al conceder la prisión domiciliaria a una dirigente política de profunda gravitación histórica, el tribunal interviniente estableció que la condenada “deberá abstenerse de adoptar comportamientos que puedan perturbar la tranquilidad del vecindario y/o alterar la convivencia pacífica de sus habitantes”.
A primera vista, la fórmula parece anodina. Pero bajo su apariencia neutral se esconde una fórmula ambigua, susceptible de aplicación arbitraria y con un sesgo punitivo incompatible con el orden constitucional argentino. Más aún cuando se la interpreta como una restricción no al obrar de la persona condenada, sino a las manifestaciones espontáneas de afecto o respaldo político que otros expresan hacia ella.
El poder punitivo tiene límites. Y esos límites no desaparecen en la etapa de ejecución de la pena. Imponer sanciones fundadas en el comportamiento de terceros, ajenos al proceso, desborda la legalidad y desnaturaliza la finalidad de la pena. Más grave aún: abre la puerta a la utilización del derecho penal como herramienta de disciplinamiento simbólico de fenómenos sociales y políticos.
II. El marco jurídico: derechos fundamentales y ejecución penal
El derecho de ejecución penal no es un atributo discrecional del Estado. Está regido, en el Estado de Derecho, por principios constitucionales y por tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía superior a las leyes (art. 75 inc. 22 CN).
El artículo 18 de la Constitución Nacional garantiza el debido proceso en todas las fases del juicio, incluidas la ejecución de la pena y las medidas restrictivas asociadas. Además, establece un límite ético y jurídico al accionar estatal: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas; y toda medida que, a pretexto de precaución, conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 5.2) agrega que “toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”, y prohíbe “penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.
La Ley 24.660, por su parte, en su artículo 2°, establece un principio clave: “El condenado podrá ejercer todos los derechos no afectados por la sentencia”. Las restricciones deben tener base legal, ser proporcionales, necesarias para los fines de la pena y respetuosas de la dignidad humana.
III. ¿Puede una persona ser responsable por lo que otros hacen?
No. En nuestro sistema penal, la responsabilidad es estrictamente personal. No se puede sancionar ni limitar a una persona por los actos de terceros. Este principio, de raíz liberal garantista, es esencial para evitar abusos del poder estatal.
La presencia de una persona condenada en el balcón de su domicilio no constituye en sí misma un acto que perturbe la convivencia social.Es solo presencia. Y el efecto político que esa presencia produce no puede ser una causa para restringir derechos.
El juez no puede prohibirle “existir” a la persona condenada ni exigirle que “modere” las manifestaciones espontáneas de afecto popular que provoca. Ello es jurídicamente inadmisible. Es tanto como exigirle que deje de ser quien es. Que renuncie al vínculo histórico que la une con millones. Que disuelva su identidad política.
El afecto no es delito. Y el afecto no se regula por sentencia.
IV. ¿Puede el juez limitar la conducta de terceros no sometidos al proceso?
Tampoco. Las personas que se manifiestan frente al domicilio de una figura pública ejercen derechos constitucionales fundamentales: libertad de expresión, de reunión, de asociación y de petición a las autoridades (arts. 14, 32 y 33 de la CN).
Esos derechos solo pueden ser restringidos por ley, en casos excepcionales, y con criterios de necesidad y proporcionalidad. Presumir que toda manifestación frente a un domicilio implica perturbación o amenaza resulta no solo jurídicamente infundado, sino políticamente regresivo
El afecto social no se disciplina por resolución judicial. Ni se puede exigir a quien recibe apoyo que lo desactive. Esa lógica invierte el principio de libertad y abre la puerta a un derecho penal de autor, donde no se castigan conductas, sino biografías, afinidades, símbolos.
El Estado tiene facultades para ordenar el espacio público, pero no puede castigar la adhesión popular ni convertir a una figura política en objeto de escarnio o reclusión afectiva.
El juez no puede, por vía indirecta, impedir que una comunidad exprese su afecto o identidad política, ni responsabilizar a la persona condenada por ese fenómeno. Tal pretensión implicaría una forma de censura inaceptable en un Estado de derecho.
V. El castigo simbólico: cuando el derecho penal persigue lo que se representa
El poder judicial no puede utilizar el derecho de ejecución penal para “neutralizar” una figura pública o controlar el impacto social que produce su mera existencia. Eso excede el marco legal y configura un uso político del derecho penal.
Las expresiones como “perturbar la tranquilidad” o “alterar la convivencia” son deliberadamente vagas. Su ambigüedad habilita interpretaciones arbitrarias. No definen una conducta prohibida; definen un estado de ánimo que molesta al poder. Son, en rigor, fórmulas habilitantes para el castigo simbólico.
En ese escenario, lo que se persigue no es una transgresión legal, sino una osadía política: la de seguir siendo amada. La de no desaparecer del escenario público. La de seguir generando adhesión popular sin micrófono, sin poder formal, sin estructura partidaria. La de perdurar en la memoria.
VI. Comunicación, poder y la imposibilidad de censurar el afecto
Desde una mirada comunicacional, la reacción institucional revela más temor que justicia. Un saludo desde un balcón se transforma en noticia, en gesto, en mensaje. No necesita palabras. Provoca una movilización afectiva que el poder no puede controlar.
Frente a ese fenómeno, el intento de regular el afecto por vía judicial no solo es inviable: es contraproducente. Solo exhibe el fracaso de una estrategia de disciplinamiento simbólico que, lejos de borrar, reafirma el vínculo entre la líder y su gente.
Ni la ley, ni los tribunales, pueden interrumpir el eco que una historia viva deja en millones.
VII. Conclusión
Imponerle a una persona condenada que se abstenga de provocar manifestaciones de afecto es jurídicamente improcedente. Y pretender que esa cláusula alcance a quienes libremente expresan su respaldo político es lisa y llanamente inconstitucional.
El poder judicial debe garantizar derechos, no regular afectos. No se puede convertir al derecho de ejecución penal en un instrumento para acallar símbolos ni para reprimir lo que ya está en nuestra historia.
No es su conducta. Es su existencia.
No es el balcón. Es la gente.
Y eso —como toda verdad profunda en democracia— no puede silenciar una sentencia judicial.