#Por Daniel Kiper
Hoy no hay palabras que puedan mitigar el dolor. Solo el silencio respetuoso frente al abismo. Acompañamos con profundo pesar a la familia de Thiago Correa, ese niño de siete años que murió tras recibir un balazo en la cabeza, disparado —presuntamente— por un policía que intentaba defenderse.
Pero ¿de quién? ¿Y con qué marco de legalidad y racionalidad?
Detrás de esa bala no está solo el dedo nervioso de un joven agente, sino también la mano invisible pero poderosa del Estado, encarnada hoy en una política de seguridad que rompe los límites de la legalidad, de la necesidad y de la racionalidad.
Debo decirlo con claridad: el uso de la fuerza tiene límites, tanto en el plano normativo —establecidos por el derecho interno e internacional— como en el plano ético, que exige respetar la vida como un valor sagrado, incluso la vida de quien ha roto la paz social al cometer un delito.
La ministra Patricia Bullrich ha venido instalando, con tono beligerante, una idea tan simplista como peligrosa: “la policía está para imponer el orden a tiros si hace falta”. Bajo esta consigna, se legitima el uso indiscriminado de la fuerza, se entrena a los agentes en una lógica de guerra y se borra la línea entre el delincuente y el sospechoso, entre el agresor y el peatón.
En la guerra, señora ministra, también mueren inocentes.
Diputados como José Luis Espert aplauden desde las gradas, exigiendo “más balas, menos garantismo”, mientras la realidad devuelve cuerpos. Y a veces, como ahora, el cuerpo sin vida de un niño inocente.
Lo que estos dirigentes llaman “mano dura” no es más que una claudicación del Estado como garante de la vida, la seguridad y los derechos humanos. La verdadera firmeza no es gritar ni disparar, sino proteger sin matar.
La muerte de Thiago no fue un accidente. Fue una consecuencia directa de una política de seguridad irracional, construida sobre slogans y discursos de odio, que transforma a la seguridad en espectáculo, al policía en verdugo y a la sociedad en un campo de batalla.
¿Qué formación puede tener un joven de 21 años con un arma en la cintura y una narrativa oficial que lo induce a disparar primero y pensar después? Así fue como disparó once veces. Una de esas balas habría impactado en Thiago, víctima angelical e inocente.
Thiago murió porque alguien creyó que para combatir la inseguridad hay que responder con más violencia, más miedo, más plomo. Pero la seguridad no se construye desde el gatillo fácil, sino desde el tejido social, la inclusión, el respeto por la ley y una formación profesional seria y humana de las fuerzas de seguridad.
Hoy Thiago es un símbolo. De lo que nunca debió pasar. Y de lo que aún estamos a tiempo de impedir, si recuperamos el sentido del Estado, de la justicia, de la racionalidad y de la humanidad.
#Abogado