Por Daniel Kiper
La muerte, esa visitante silenciosa que en la Argentina suele llegar sin pedir permiso, esta vez se vistió de fentanilo. No fueron muertes súbitas del azar ni tragedias inevitables de la naturaleza: fueron muertes anunciadas. Anunciadas, advertidas y, sin embargo, ignoradas.
Lo que empezó como una serie de casos aislados se transformó en una desgracia colectiva que, hasta donde las cuentas públicas alcanzan, suma cerca de noventa cuerpos y una legión de interrogantes. Las cifras varían según actualización y fuente; la última crónica oficial las ubica en las ochenta y tantas víctimas, pero todas comparten el mismo denominador: la tragedia pudo haberse evitado.
A fines del año pasado, las inspecciones técnicas detectaron irregularidades graves en la producción de un medicamento que exige pureza y control absoluto. En mayo, la ANMAT emitió una alerta pública y luego inhibió la actividad del laboratorio, pero para entonces el veneno ya había circulado. Ese mensaje técnico, como tantos en este país de sordos voluntarios, se perdió entre el viento de la burocracia o, peor aún, en el laberinto de intereses inconfesables. Ni el Ministerio de Salud, mutilado por recortes y despojado de autoridad, ni el propio Presidente de la Nación —que ayer volvió a hablar— movieron un dedo para clausurar el laboratorio y secuestrar de inmediato los lotes que hoy están en el centro del espanto. Prefirieron señalar con el dedo acusador antes que actuar con la premura que el caso impone.
Porque en la Argentina de estos tiempos, los recortes en salud no son simples números en una planilla de Excel: son tijeras que cercenan guardias hospitalarias, despiden inspectores, reducen laboratorios de control y desarman a los organismos que deben proteger la vida. Y cuando se recorta en salud, no se ahorra dinero: se adelantan funerales.
Lo que ha ocurrido no es un accidente. Es el fruto amargo de una política que considera que el gasto en salud es un lujo prescindible y que las advertencias técnicas son un papeleo molesto. El laboratorio siguió funcionando en condiciones inadecuadas, sin inspecciones eficaces, sin cierres preventivos, sin decomisos urgentes, y participando en licitaciones estatales como si fabricar un medicamento contaminado fuera un detalle administrativo y no un crimen contra la vida, nuestra vida, la de nuestros hijos, la de nuestros vecinos.
El Presidente Milei, en su discurso, eligió las palabras propias de la “casta” que dice combatir: culpó a su antecesor y volvió a mostrarse moralmente impasible. No comunicó medidas concretas de reparación ni asistencia a los deudos, no pidió perdón, no asumió la responsabilidad, no explicó por qué un Estado que podía haber actuado a tiempo se mantuvo quieto mientras las dosis envenenadas circulaban. Prefirió deslindar culpas, como si el gobierno fuera un espectador impotente y no el principal garante de la salud pública.
En un país que ha soportado pandemias, epidemias y emergencias sanitarias, el mensaje que queda es peligroso: aquí se puede recortar el Estado hasta dejarlo en los huesos, y luego culpar a la fatalidad cuando la muerte entra por las hendijas que se abrieron con esas tijeras. Así, el Estado escribe por adelantado nuestro epitafio.
Las víctimas no murieron de fentanilo solamente: murieron de abandono. Murieron de un Estado reducido a su mínima expresión, de una política que llama ahorro a la omisión y eficiencia a la desprotección. Murieron en un país que hace oídos sordos a sus propios organismos técnicos, que los ignora y pretende cerrarlos.
Algún día, cuando el humo de esta tragedia se disipe, la historia no recordará tanto los comunicados ni los discursos, sino la verdad desnuda: que hubo un momento en que se pudo evitar la muerte y el gobierno eligió no hacerlo. Y que, en ese instante, las tijeras del ajuste se transformaron en la guadaña del verdugo.
*Abogado penalista