#Por Daniel Kipper
Un niño autista. Un jubilado con un cartel. Un actor con un micrófono. Un trabajador de La Salada. En la Argentina de Javier Milei, todos pueden convertirse en enemigos del Estado.
Esta semana, el presidente no se limitó a atacar a referentes de la oposición política: eligió cargar públicamente contra Ian Moche, un chico de 12 años con autismo que lucha por los derechos de su comunidad. Lo calificó como “el lado del mal”, simplemente por aparecer en una foto junto a Cristina Fernández de Kirchner.
El hecho, tan violento como inédito, no fue un exabrupto aislado. Es parte de un mensaje sistemático orientado a disciplinar a quienes disienten. El blanco inmediato fue el periodista Paulino Rodríguez, acusado por el presidente de “operar para los K” por haber difundido la historia de Ian. Rodríguez, por su edad, formación y oficio, puede resistir los agravios del poder. No debería tener que hacerlo. Pero usar el aparato presidencial para convertir en blanco político a un niño que representa la inclusión cruza el umbral de lo inaceptable. Desborda los límites que impone la condición humana.
Mientras tanto, jubilados son reprimidos por reclamar la pérdida de su poder adquisitivo. Actores son escrachados desde cuentas oficiales por expresarse. Trabajadores informales de La Salada son rodeados por un operativo policial desproporcionado por exigir un derecho constitucional: trabajar. Fueron tratados como criminales por ejercer su dignidad. ¡El trabajo dignifica!
El mensaje es claro: viva la libertad… pero solo para los obedientes, para quienes no la ejercen o responden incondicionalmente al poder.
En el otro extremo del tablero, Cristina Fernández de Kirchner anunció su candidatura a la legislatura bonaerense en una entrevista serena con Gustavo Sylvestre. Volvió, sí, pero no con insultos ni amenazas, sino con una propuesta política. Se podrá estar de acuerdo o no con su visión, pero eligió difundir ideas, no agravios. Eligió la política, no la persecución.
Uno grita desde las redes, elige enemigos frágiles, se presenta como un cruzado solitario contra una “casta” que, paradójicamente, hoy gira a su alrededor y bajo su protección.
En democracia se debaten ideas. Los regímenes autoritarios apelan a emociones primarias: miedo, odio, resentimiento. En esos discursos, el otro no es un adversario: es un enemigo. Ese camino puede ser eficaz en el corto plazo, pero envenena el alma de la República.
En ese espejo invertido, cada gesto tiene un peso simbólico. El presidente usa el poder para descalificar y perseguir. La ex presidenta, para disputar y proponer.
La historia los juzgará a ambos, más allá de los resultados electorales. Pero olvidará al niño con autismo, a los jubilados golpeados, a los artistas silenciados, a los trabajadores que solo quieren ganarse el pan.
Por eso, como protagonistas de este tiempo, debemos protegerlos. No por ideología. Por humanidad.
La agresión no es simbólica.
Es real. Y está pasando ahora.
#Abogado