Por Daniel Kiper
En una elección que marca un antes y un después en la política porteña, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires vivió el final de un ciclo: el PRO, fuerza dominante durante 20 años, fue derrotado en su propio bastión. Y aunque el oficialismo nacional, encarnado en la figura de Manuel Adorni, se impuso con el 30% de los votos, el dato central es otro: siete de cada diez porteños rechazaron el modelo libertario.
La campaña de Adorni fue tan simple como brutal: “Yo soy Milei”. No hubo propuestas locales ni programa urbano. Hubo plebiscito. Y a pesar del respaldo explícito del presidente Javier Milei, del capital financiero internacional, del Fondo Monetario Internacional y del presidente norteamericano Donald Trump, la mayoría de los votantes porteños dijo que no.
La victoria fue real, pero acotada. Más una señal de alerta que una consagración.
La caída del PRO: el mito de la eficiencia se agotó
Más que el avance libertario, lo que sacudió el tablero político fue la derrota del PRO, que perdió por primera vez desde 2007 el control de la Ciudad que lo vio nacer.
Sin renovación, sin discurso y sin liderazgo, el partido amarillo se diluyó en su propia inercia. De ser la fuerza que encarnaba la “gestión eficiente”, pasó a ser una estructura vacía, sin norte ni relato. El electorado migró en parte hacia el experimento libertario, y en parte hacia el silencio.
No fue solo una caída electoral. Fue una derrota ideológica, simbólica y estructural en el territorio que definía su identidad.
El peronismo resistió, incluso dividido
Contra los pronósticos, Leandro Santoro logró mantener e incluso ampliar la base histórica del peronismo en la Ciudad, pese a una interna que jugó claramente en su contra.
El peronismo porteño, históricamente minoritario en este distrito, sufrió una campaña fragmentada. La mala elección de Juan Manuel Abal Medina, sin mensaje ni tracción, y la candidatura testimonial de Alejandro Kim —un outsider apadrinado por Guillermo Moreno—, debilitaron la oferta opositora. Pero Santoro resistió, capitalizó su perfil de progresismo racional y terminó consolidado como el único dirigente competitivo con vocación de mayoría.
El dato más crudo: solo votó el 55% del padrón
En una ciudad con alta tradición cívica, la participación se desplomó al 55%, el nivel más bajo desde la recuperación democrática en una elección ejecutiva local. Esa abstención masiva no es solo un número: es una señal política.
No se trata de apatía. Se trata de una ciudadanía que no se siente interpelada, ni por la épica del ajuste, ni por la nostalgia de gestiones pasadas, ni por el internismo opositor.
¿Es resignación o rechazo? ¿Indiferencia o desconfianza? Tal vez todo a la vez. Pero lo cierto es que ni el miedo ni la esperanza lograron movilizar a la mayoría. No fue un voto silencioso. Fue una ausencia ensordecedora.
Un voto de advertencia
El resultado en la Ciudad no se traslada automáticamente al escenario nacional. Pero marca un cambio de clima. La victoria acotada de Adorni —sin estructura propia— y el colapso del PRO revelan un sistema político en crisis de representación. La ciudadanía no eligió un nuevo modelo, sino que evitó consagrar los existentes.
Y lo hizo en la Ciudad más favorable al oficialismo. Eso habla de una fractura emocional entre el poder y la sociedad.
Conclusión: nadie ganó del todo, pero muchos perdieron
Adorni ganó sin convencer. El mileísmo perdió el plebiscito. El PRO se derrumbó como fuerza política. El peronismo resistió, incluso consigo mismo. Pero la mayoría eligió no votar.
Este resultado no es solo un veredicto electoral. Es un mensaje político nítido. De agotamiento. De descreimiento. De necesidad. De una nueva política. Más seria. Más concreta. Más humana.
La Ciudad votó. Pero también se abstuvo de seguir creyendo.
*Abogado